martes, 25 de julio de 2017


Nueva York


Nueva york te engulle, te sucumbe, te ahoga y te renace de mil maneras diferentes. 

Cuando llegas tus oídos, o al menos los míos permanecen pasivos, estupefactos al bullir del ciclo vital más salvaje e improductivo. Tus sentidos se paralizan y sólo los oídos parecen marcar el ritmo acelerado de un corazón pequeño, muy pequeño y escondido. Las fachadas vidriadas deslumbran tus ojos para devolverte el alma que encierras mirando al suelo y así arrebatar poco a poco tu condición de ser humano. 

Es difícil aceptarlo pero aún hay más.

Los olores atraen tu sentido y atraen a tu cuerpo cual veneno insensible a cura alguna hacia cualquier esquina, puerta, alcantarilla o kiosco donde por bien o por mal atrapaste el instante olfativo más cruel hacia tus adentros. 

Tu libertad muere y tu cuerpo se eleva en horizontal atado por cuerdas, sumido entre el placer constante de la vida entre los sentidos, la adicción más placentera y el martirio más cruel al límite inexacto entre el placer y el dolor. 

No hace falta estimular tu piel, el sol la aprieta y la esgrime, el subsuelo la humedece y la enfría y en la superficie se vuelve a agrietar. Así en una constante. Sólo el agua la puede adormecer ante tanto estímulo.

El asfalto es gris, irregular. Retando extremidades inferiores  a cada paso, a cada habitante temporal. A los habituales no les sucede.

La boca se hace pequeña. Llena de otras lenguas y rarezas se vuelve incapaz de expresar nada y descolocada aparta su supremacía expresiva hacia otros congéneres.






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